Doña Elvira.
Doña Elvira era la madre de Jose.
José Gordón ahora. Jose siempre; “Jose”, las palabras con las que murió su abuela Manuela en la boca. Jose, niño luz. Alma del Capricho.
Su madre, Elvira, Doña Elvira ahora, fue una mujer poderosa en su silencio y sus dominios. Con gran arte en la cocina y en la escucha atenta de sus huéspedes, mantenía unida a la familia con inteligencia. La casa siempre estaba limpia y olía a cosas ricas.
Maragatos.
Una vez por semana tocaba hornear y Doña Elvira se afanaba durante horas ante el calor del fuego. Cuando terminaba su labor, con todos los panes y hogazas ya dispuestos, sus manos campesinas se preparaban para un último milagro.
En la mesa solo unas líneas de masa sobrante, harina y pequeños pedazos sueltos que no se habían sumado a la misión del pan. Doña Elvira congregaba con sus dedos de maga aquellas partículas finales y moldeaba con la suma de todas ellas pequeñas figuras humanas con aire de maragatos.
Cabezas, brazos, piernas y torsos que iba juntando hasta armar un ejército de pequeños gigantes. Un toque de azúcar y una pincelada de huevo.
El milagro estaba servido. Con muy poco, todo.
El fuego daba su aliento final y la última hornada era una fiesta para los más pequeños. Al otro lado de la puerta del horno se oía una misteriosa carcajada de humo. En la última bandeja aparecían siempre como nacidos del fuego una formación de guerreros imposibles que trazaban en el aire una danza mágica, suspendida en el tiempo.
El camino
del lobo.
Una mujer,
una noche,
un camino.
Manuela Ferrero recorría alguna vez por semana al terminar su trabajo los 19 kilómetros que dividen su localidad natal de Villageriz en Zamora del pueblo al que había tenido que destinar a su única hija, la pequeña Elvira en Jiménez de Jamuz. Allí la vida le había obligado a dejarla a recaudo de unos tíos. Los días eran de un mismo color, se trabajaba de sol a sol y no quedaba sino la noche para el encuentro fugaz.
Elvira fue hija sin hermanos, hija sin padre, como aquellos dioses griegos que decían que eran hijos del fuego.
De noche, con la única ayuda de la luz de la luna, la madre de Doña Elvira dejaba la casa en la que servía y enfilaba la senda hacia el norte para salvar la sierra por La Portilla antes de descender al pueblo leonés. En lo más alto, cerca de la cumbre llamada El Dornayo, donde los vientos silban a mil metros en las crestas afiladas, aquella aguerrida madre contaba que las ramas se agitaban en sombras siniestras y que los lobos le salían al encuentro dejándola pasar como un fantasma más, cómplices de su misión secreta.
Era la hora bruja para todos, la hora que llaman del lubricán y aquella madre caminaba y caminaba dejando a la noche detrás, vacía de tiempo. Al llegar a su destino, junto a la cama de su niña, le retiraba el pelo de la cara con suavidad, sin querer despertarla y contemplaba aquel rostro de luna que le hacía olvidar el cansancio del viaje. Elvira le miraba con los ojos suavemente entreabiertos, adormecida y paciente, soñando de reojo con la caricia de una madre que cada noche con sus ojos le regalaba la mirada febril de los lobos.