La casa-hospedaje Doña Elvira.

La casa de Doña Elvira estaba siempre abierta, siempre dispuesta para los visitantes del norte que venían a estas tierras leonesas en busca del “sol de Asturias” y acaban hospedados en las habitaciones de arriba. Casa sin llave y sin tiempo, donde la conversación marcaba las horas muertas.

El hospedaje Doña Elvira mantiene esa mano abierta en un pueblo donde la noche y el sueño acoge al viajero que decide detener su viaje.

Luz y silencio.

El sol se desliza por la escalera que lleva al descanso. Hay una paz en la noche donde solo se oye el canto del autillo. El color de la madera vieja hace el resto. Dormir como se respira. Pisar el roble descalzo. Sentir una noche limpia de estrellas. Despertar en la paz del trigo.

Esta casa es un retrato de Doña Elvira. Como los nidos lo son del pájaro que lo moldea. Alfareros sin manos, las aves están obligadas a tallar sus casas con la presión de su cuerpo y darle forma con sus propios latidos.

El hueco de esta casa es su patio, su vivo retrato, tallado con sencillez y altura, como una hornacina de Doña Elvira. Por eso la aldaba tiene forma de corazón, para hacer latir desde fuera el interior.

Interior.

Es ésta una casa sin umbral. Entrar es seguir en el exterior. Lamas, celosías y jardines crean esa transparencia. La entrada al hospedaje es una acera verde donde se extiende un felpudo natural de tomillo, lavanda, flores y romero. Atravesar la puerta y el corredor en dos pasos permite llegar al patio interior sin haber sentido un techo. Eso es seguir afuera. En el aire y la luz.

El patio.

En el patio, un magnolio y una fuente de suelo. El rumor del agua. El susurro que canta e implora como se decía en el castellano antiguo. Aquí se mantiene la continuidad de la casa donde vivió toda su vida Doña Elvira en la vecina calle Rosario en el mismo Jiménez. El patio era su reino. Un patio con un pozo de agua y un peral centenario que le sobrevivió y le regaló grandes tardes de sol y confituras. Árbol y agua en el álbum del recuerdo.